Eterno retorno

He aquí la tremebunda puesta en escena del surgimiento del eterno retorno, tal como es presentado en la tercera parte de Así habló Zaratustra. Zaratustra está en su caverna; se despierta “como un loco”, gritando y haciendo aspavientos, señalando hacia el lecho en el que duerme como si hubiese en él otra persona, y empieza la sucesión de exclamaciones, que van marcando las páginas del texto con su inconfundible trazo histérico. “¡Sube, pensamiento abismal, de mi profundidad! Yo soy tu gallo y tu crepúsculo matutino, gusano adormilado: ¡arriba!, ¡arriba!”. “¡Yo, Zaratustra, el abogado de la vida, el abogado del sufrimiento, el abogado del círculo, te llamo a ti, el más abismal de mis pensamientos!”. Y más exclamaciones y signos de admiración: “¡Dichoso de mí! ¡Ven! Dame la mano; ¡ay!, ¡deja!, ¡ay, ay! –náusea, náusea, náusea– ¡ay de mí!”. Zaratustra cae al suelo sin conocimiento, y cuando vuelve en sí tiembla, permanece postrado sin comer ni beber durante siete días, al cabo de los cuales habla con sus animales, el águila y la serpiente, en un diálogo a través del cual se expone su pensamiento abismal.

En ese lenguaje enfático, chisporroteante de imágenes e intuiciones que brincan en nerviosa precipitación, como estimuladas por una energía frenética, hay algo que lo hace difícilmente soportable. Es el resultado de la actividad de alguien que está persuadido de estar siendo sublime sin interrupción, tal como se confirma en Ecce homo, cuando acerca de la escritura de Zaratustra el propio Nietzsche dice: “Se paga caro el ser inmortal: se muere a causa de ello varias veces durante la vida”. Así habló Zaratustra está escrito en una ininterrumpida persuasión de inmortalidad. Mientras que el eterno retorno no es sino una variante de las múltiples visiones humanas de la eternidad, y no una de las más apacibles, desde luego. Una continuidad cíclica, en la que todo lo que ha sucedido vuelve a suceder un número infinito de veces. Algo terrorífico, desde luego, aunque es posible que, si pensamos en ciertos niveles de experiencia, claramente dominados por la autocomplacencia, a más de uno no le importaría probarlo.

Una conocida anotación de Nietzsche sobre su concepción del pensamiento del eterno retorno especifica: “A 6.000 pies sobre el nivel del mar y mucho más alto aún sobre todas las cosas humanas”. Los seis mil pies de altitud de Sils-Maria, donde se encontraba en aquellos momentos, a primeros de agosto de 1881, cuando iba caminando junto al lago y de pronto, ante “una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlej”, según describe el acontecimiento en Ecce homo, le vino el pensamiento. Hay que pensar que la idea le viene de pronto, pero se trata de algo con lo que ya ha tenido contacto, que lo ha atraído y sobre lo que ha meditado, algo que ha podido encontrar en la filosofía griega, o en las creencias sobre la reencarnación, o en autores contemporáneos, y que ahora se le revela de forma singular, de un modo que abre ante él la amplia y brillante perspectiva de la obra que no va a tener más remedio que acometer.

Mucho más alto sobre las cosas humanas. El estado de Nietzsche en ese momento respecto a las “cosas humanas”, digamos que respecto al estado de una persona normal, debía de ser parecido al de un cohete espacial en pleno despegue respecto a alguien que da un paseo por un parque. La roca de Surlej fue testigo privilegiado de la puesta en órbita del pensamiento de Nietzsche, del mismo modo que lo fueron otros muchos testigos silenciosos en otros lugares. Los seis mil pies de Sils-Maria se transforman en la montaña de la que desciende Zaratustra. Porque el lugar de los pensamientos abismales es la altura, adonde solo se llega desde lo más profundo, o quizá, más exactamente, a través de lo más profundo, y el lugar de la altura es también el de la soledad, que fue la más fiel compañera de Nietzsche a lo largo de su vida. La altura no es el cielo, al que puede llegar cualquier jovencito imprudente tragándose un papelito impregnado de cierta sustancia, sino un ámbito privilegiado vinculado a una condena. La extravagancia y la tremenda presunción de Nietzsche eran el aspecto visible de una situación personal dominada por una no menos tremenda, pero mucho menos visible, desgracia. Nadie sabe lo que ha sufrido Nietzsche, del mismo modo que nadie sabe lo que ha sufrido el que ha sufrido de verdad. Hay que suponer que el carácter abismal del pensamiento del eterno retorno viene dado precisamente por eso, por una intensa experiencia de sufrimiento, aparte, por supuesto, de una experiencia extática, de plenitud sobrehumana, de energía sin fin, lo que hacía del eterno retorno algo que venía envuelto en un escalofrío de horror al mismo tiempo que en un movimiento de afirmación irrefrenable.

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