Niëtzky

Con sus animales por delante, el águila y la serpiente, símbolos del orgullo y de la inteligencia, Zaratustra predica su antievangelio. Cuando dice: “Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros, y solo cuando todos hayáis renegado de mí, volveré entre vosotros”, está invirtiendo Mt 10, 32-33. Zaratustra está esperando que sus discípulos lo nieguen para volver con ellos, porque según explica Nietzsche en Ecce homo: “¿Qué es, sin embargo, lo que él mismo dice cuando por vez primera retorna a su soledad? Exactamente lo contrario de lo que en tal caso diría cualquier ‘sabio’, ‘santo’, ‘redentor del mundo’ y otros décadents”. Esta última palabra es uno de los muchos términos significativos en el lenguaje de Nietzsche: lo décadent está íntimamente unido a lo humano, y el espacio de Zaratustra, es decir, el del propio Nietzsche, es el de lo sobrehumano. Sin embargo, da la impresión de que Zaratustra está todavía muy cerca, demasiado cerca de aquello de lo que abomina. Es alguien que tiene encima, demasiado encima, el mundo de la religión. Nietzsche era hijo de un pastor luterano, que no era el único sacerdote de la familia. Se puede decir que había “mamado” la religión. Este es uno de los factores que explican la dramática intensidad con que vive su radical separación respecto a ella. Percibe con una intensidad desmesurada lo que pasa en su interior; tiene la sensación de estar siendo objeto de trascendentales hechos de la experiencia, de modo que deja de estar en condiciones de darse cuenta de que aquello que se le está revelando no es tan singular como le parece. La “grandiosidad” de sus pensamientos, en realidad, más que de su carácter, su sentido y su significado, procede de la nitidez con que los percibe, la clarividencia a la que están asociados y la persuasión de su enorme repercusión. Nietzsche está convencido de que sus pensamientos abismales van a cambiar la faz de la humanidad, van a engendrar un mundo nuevo, regido por nuevos valores, y van a significar el advenimiento de una sociedad superior, asimilada a la inversión de los valores imperantes. El artífice de todo ello va a ser él, nuevo personaje crucial de la historia, a la altura de los más grandes y decisivos. “Me temo que yo desgarro la historia de la humanidad en dos mitades”, dice en una carta de octubre de 1888.

El pensamiento de Nietzsche habita desde siempre en las alturas, ese es su medio natural. Se alimenta de la conciencia de la diferencia, trabaja afirmándose en la persuasión de la elevación, y allí, en esas altas cumbres, por diversos factores, entre los que no hay que perder de vista unas más que probables alteraciones mentales, descuida el mantenimiento de los elementos de sujeción de la razón y de protección de la inteligencia, sobre todo los relacionados con la autocrítica. En Ecce homo se ve claramente cómo la gran inteligencia de Nietzsche está ya arruinada por el desvarío, cómo la brillantez y la altura de su pensamiento se han desligado de la conciencia de su aproximación a lo grotesco. Es alguien que está sometido a una presión excesiva, y cede a ella. Pierde el sentido de la distancia y de la medida y, de manera irremediable, el del ridículo. Es posible que cuando escribió Así habló Zaratustra la lucidez de Nietzsche estuviera ya bastante descompensada. Mientras que en Ecce homo el delirio de grandeza es una constante. Ha forjado una construcción mental que le permite considerarse un aristócrata polaco, aun cuando sabe muy bien, por otra parte, que su padre era un pastor luterano alemán y su madre una alemana de pura cepa, pero es que ha llegado a un punto en que no soporta lo alemán, odia a Alemania con todas sus fuerzas, y de alguna forma tenía que liberarse de la idea insoportable de pertenecer a la misma nación que aquellos a los que detestaba y despreciaba. Imagina entonces que su apellido viene del polaco Niëtzky, el de sus presuntos antepasados, del cual se derivaría Nietzsche. Mientras que el parentesco con su madre y su hermana, a las que aborrece (“creer que yo estoy emparentado con tal canaille sería una blasfemia contra mi divinidad”), se explicaría por algo así como una “disarmonía preestablecida”. En cuanto al emperador alemán, por aquella época Guillermo II, último rey de Prusia y último kaiser de Alemania, “no le concedería el honor de ser mi cochero”.

Comentarios